Un día resonará en toda la tierra una sola confesión: «Jesucristo es Señor» (Flp 2:11). Esta oración breve rebosa de significado. Decir que Jesús es el Cristo es decir que Él es el «Ungido». Es decir que Él es el Mesías prometido y tan esperado. Decir que Jesucristo es Señor es decir que Él es verdaderamente Dios de verdaderamente Dios. La encarnación es la mayor de las maravillas, un misterio asombroso. Dios se hizo carne. Aun llamarlo Jesús es decir que Él es el único Salvador. Él vino al mundo con la misión de salvar a Su pueblo de sus pecados (Mt 1:21).
«Jesucristo es Señor» es un credo, una concisa declaración de fe. La palabra española «credo» proviene del latín credo, que significa «creo». Este breve credo declara lo que creemos acerca de Cristo. Algunos piensan que 1 Timoteo 3:16 también puede ser un credo. Hay dos razones para esto. Primero, Pablo usa esta expresión: «Grande, en efecto, confesamos». Segundo, las frases de esta estrofa son rítmicas y están expresadas poéticamente. Estas frases forman un compendio conciso del Cristo encarnado:
Él fue manifestado en la carne,
vindicado en el Espíritu,
contemplado por ángeles,
proclamado entre las naciones,
creído en el mundo,
recibido arriba en gloria (1 Tim 3:16).
El modelo bíblico es importante. Cuando la iglesia primitiva formaba concilios y producía credos, no estaba creando un nuevo método para confesar la fe. Ellos llevaban a cabo una tradición establecida bíblicamente.
A medida que surgían desafíos, la iglesia primitiva adoptaba una postura. Además, muchos piensan que las necesidades litúrgicas, o el deseo de una adoración pura, también impulsaron a la iglesia a escribir credos. Esto es ciertamente el caso respecto a la doctrina de Cristo. La verdad esencial de la persona y la obra de Jesús ha sido el sello distintivo del cristianismo a través de los siglos.
Los escritores del Nuevo Testamento combatieron las falsas ideas respecto a la identidad y la obra de Cristo. En los primeros siglos de la iglesia, varios grupos cuestionaron la verdadera humanidad de Cristo. Uno de estos grupos, los docetistas, afirmaban que Jesús solo «parecía» ser humano. Otras herejías, como el arrianismo, cuestionaron la verdadera deidad de Cristo. Estas herejías afirmaban que Él era inferior a Dios el Padre. Grupos posteriores erraron al expresar la manera en que las dos naturalezas, la verdadera humanidad y la verdadera deidad de Cristo, están unidas en Su única persona. La iglesia primitiva respondió a estos desafíos y errores convocando concilios y escribiendo credos que resumen la enseñanza de la Biblia sobre las verdades centrales de la fe cristiana. Estos credos son un legado rico, transmitido de una generación a otra. Es así que hoy tenemos los recursos del Credo Apostólico, el Credo Niceno y la Definición de Calcedonia. Estos credos son marcas limítrofes que trazan márgenes claros entre la ortodoxia y la herejía.
Estos credos han servido para afianzar la iglesia y, por la gracia y el gobierno de la mano de Dios, han guiado a los cristianos a proclamar fielmente el evangelio. Hoy son recitados como testimonio de su valor permanente. Ellos nos recuerdan que Cristo está en el centro de nuestra teología y en el centro de nuestra adoración. Estos credos llaman a la iglesia a «contender ardientemente por la fe que de una vez para siempre fue entregada a los santos» (Jud 1:3).
No obstante, estos credos solo hacen alusión a la obra de Cristo. No exponen el evangelio en su plenitud. En el tiempo de la Reforma ocurrió una verdadera división en la iglesia visible. La obra de Cristo era la cuestión clave. Más específicamente, el debate sobre la doctrina de la justificación por la fe sola fue la controversia central que desató la Reforma. Aquí la iglesia se dividió en las líneas del protestantismo y el catolicismo romano. El protestantismo afirma la doctrina de la justificación por la fe sola (sola fide), mientras que el catolicismo romano, siguiendo los decretos del Concilio de Trento, rechaza la doctrina de la justificación por la fe sola, y en su lugar opta por ver la justificación como el resultado de la cooperación de la fe y las obras. La Reforma también reveló una diferencia en otro asunto, a saber, que Jesucristo es la suprema y única cabeza sobre Su iglesia y, en efecto, sobre todas las cosas.
Tomados en conjunto, los credos ecuménicos de la iglesia primitiva y estos énfasis de la Reforma trazan directrices para que la iglesia proclame un evangelio bíblicamente fiel. Los credos y las diversas confesiones y catecismos de la Reforma proporcionan resúmenes de la fe y otorgan claridad a la fe y al evangelio.
El Verbo se hizo carne: la Declaración Ligonier sobre Cristología intenta humildemente ofrecerle a la iglesia de esta generación —y, con la bendición de Dios, a las generaciones futuras— una declaración sucinta concerniente a la persona y la obra de Cristo que se nutre de la riqueza del pasado, tanto de los credos ecuménicos como de la teología de la Reforma. Quizá esta declaración y los veintiséis artículos de afirmación y negación que la acompañan puedan actuar como un detonante para mayor discusión y reflexión acerca de estos temas cruciales de cristología. Quizá esta declaración incluso pueda resultar útil por sí misma para la iglesia. Se han hecho todos los esfuerzos para que esta declaración sea propicia para la lectura pública. Queremos que cada persona que se encuentre con esta declaración sepa que «Jesucristo es Señor».
La declaración consta de seis estrofas o secciones. La primera sirve de prefacio, con dos verbos clave: confesar y gozarse. Dios se ha revelado a Sí mismo como también Su voluntad en las páginas de la Santa Escritura. No obstante, aún hay «cosas secretas» que le pertenecen solo a Él (Dt 29:29). Siempre debemos tener presentes nuestras limitaciones en la labor teológica. Es por ello que comenzamos confesando el misterio y el asombro del evangelio. El foco primordial de esta declaración es la encarnación, que definimos de manera sucinta con las palabras Dios hecho carne. La persona de Cristo conduce de inmediato a la obra de Cristo, por lo cual nos gozamos colectivamente en la obra salvífica de Cristo.
La segunda estrofa enfatiza la verdadera deidad de Cristo y lo contempla en una posición de igualdad entre las personas de la Divinidad trina. Esta estrofa concluye con una reafirmación de la fórmula de la Definición de Calcedonia. A partir de la encarnación, Cristo ha sido y siempre será dos naturalezas en una sola persona.
La exposición de la encarnación conforma la tercera estrofa y enfatiza la verdadera humanidad de Cristo. Él nació. Él es Emmanuel, que significa «DIOS CON NOSOTROS» (Mt 1:23). Aquí confesamos Su muerte, sepultura, resurrección, ascensión y segunda venida. Estos son los hechos históricos de la encarnación.
Luego, en la cuarta sección, están los hechos teológicos de la encarnación, que se basan en las nociones recuperadas del tiempo de la Reforma. Por nosotros, Jesús fue perfectamente obediente. Él cumplió la ley (obediencia activa) y pagó el castigo de la ley (obediencia pasiva). Él fue el cordero sin mancha que hizo expiación sustitutiva por nosotros. Él resolvió el problema más apremiante que enfrentaba la humanidad entera: la ira del Dios Santo. Esta estrofa concluye declarando la doctrina de la imputación. Nuestros pecados le fueron imputados, o contados, a Cristo, mientras que Su justicia nos fue imputada a nosotros. Tenemos paz con Dios única y exclusivamente por lo que Cristo hizo por nosotros. Estamos vestidos de Su justicia.
El triple oficio (munus triplex) de Cristo es un constructo teológico útil que expresa sucintamente la obra de Cristo. Los tres oficios de profeta, sacerdote y rey eran roles mediadores separados en el Antiguo Testamento. Jesús combina los tres en Su única persona, y ejerce los tres perfectamente. Aquí no solo reflexionamos sobre la obra mediadora pasada de Cristo en la cruz, sino también sobre Su obra actual como nuestro intercesor a la diestra del Padre.
La estrofa final afirma la singular y concisa confesión: Jesucristo es Señor. Toda verdadera teología conduce a la doxología, o adoración. En consecuencia, la declaración concluye con el verbo clave adorar. Al adorar a Cristo ahora, nos preparamos para nuestra labor eterna.
Las frases de esta declaración son puertas hacia un estudio de la cristología e invitan a explorar la riqueza de la enseñanza bíblica sobre la persona y la obra de Cristo. Para seguir guiándonos, se han añadido veintiséis artículos de afirmación y negación, cada uno acompañado de pruebas de la Escritura. Se ha escrito un pasaje principal completo para cada artículo y se proporcionan otros textos de apoyo. Estos artículos son cruciales. Establecen los límites de la enseñanza bíblica sobre la persona y la obra de Cristo.
El artículo 1 sirve de prefacio y afirma la encarnación.
El artículo 2 declara la verdadera deidad de Cristo, mientras que los artículos 3-5 exponen la cristología bíblica de una persona, dos naturalezas. Los artículos 6-9 desarrollan la verdadera humanidad de Cristo. Los artículos 10-26 pasan de la persona de Cristo a la obra de Cristo. Estos comienzan afirmando las doctrinas de la salvación y concluyen con descripciones del triple oficio de Cristo. Los artículos 23-25 se vuelven hacia asuntos concernientes a la segunda venida de Cristo y el estado eterno.
Las negaciones son de suma importancia.En nuestra era de tolerancia, más bien está pasado de moda presumir de negar una creencia,pero estos artículos de afirmación y negación no son un acto de presunción orgullosa. En cambio, se ofrecen con la esperanza de ayudar a la iglesia a permanecer dentro de los confines seguros y verdes de la enseñanza bíblica. 2 Juan 9 declara: «Todo el que se desvía y no permanece en la enseñanza de Cristo, no tiene a Dios». Esto se refiere a extraviarse de la enseñanza bíblica sobre Cristo, o a extenderse más allá de los límites prescritos de la cristología según está revelada en la Palabra de Dios. Así como los veintiséis artículos expanden las distintas líneas de la declaración, así también los propios artículos pueden conducir a una enseñanza bíblica más profunda sobre Cristo.
Tal vez algunos pregunten con razón por qué siquiera es necesaria una nueva declaración. Esa es una buena pregunta. Con el fin de responderla, ofrecemos tres razones para esta declaración. Confiamos en que esta servirá en la adoración y la enseñanza de la iglesia de hoy, pues aborda cuestionamientos tanto antiguos como actuales. Confiamos también en que proporcionará a quienes están al servicio del evangelio un medio para reconocer a otros que son verdaderos colaboradores en el ministerio. Finalmente, percibimos que hay tiempos desafiantes para la iglesia en el horizonte, y confiamos en que esta declaración nos recordará todo lo esencial del evangelio: su belleza, su necesidad y su urgencia. Consideremos cada una de estas razones:
Ligonier ofrece humildemente esta declaración para la iglesia. Desde los primeros siglos, los cristianos han utilizado credos en la liturgia de la iglesia. Se espera que esta declaración pueda servir el mismo propósito. Los credos pueden ser herramientas de enseñanza útiles para explorar los vastos horizontes de la enseñanza bíblica. También se espera que esta declaración y los veintiséis artículos puedan ser usados en la iglesia como una guía para posterior exploración y reflexión bíblica. Las doctrinas de la persona y la obra de Cristo son esenciales para la identidad y la salud de la iglesia. Cada generación de la iglesia necesita estudiar y afirmar nuevamente la comprensión ortodoxa de la persona y la obra de Cristo. Confiamos en que esta declaración pueda resultar útil.
Existe un número creciente de iglesias, organizaciones y movimientos no denominacionales alrededor del mundo, muchos de los cuales sirven al avance del evangelio. A veces resulta difícil discernir dónde puede haber agrupaciones y asociaciones saludables. Tal vez esta declaración podría servir para identificar a los demás hermanos y hermanas en Cristo y para consolidar esfuerzos comunes por el evangelio.
En el pueblo universitario de Oxford se erige el Monumento de los Mártires, que conmemora el sacrificio hecho por muchos reformadores británicos, tales como Thomas Cranmer, Nicholas Ridley y Hugh Latimer. El monumento señala que ellos entregaron sus cuerpos para ser quemados, dando testimonio de las sagradas verdades que afirmaban y sostenían contra los errores de la iglesia de Roma, y que se regocijaron porque no solo se les concedió creer en Cristo, sino también sufrir por Su causa.
Ellos creyeron, afirmaron y sostuvieron las sagradas verdades del evangelio de Jesucristo. Al dar testimonio de estas verdades, ellos las proclamaron, las defendieron e incluso sufrieron por ellas. A través de los siglos, muchos se han unido a estos reformadores. Gran parte de la iglesia en el Occidente moderno ha disfrutado de libertad religiosa. Cuánto vaya a durar esto es debatible. Esta generación o las generaciones futuras bien podrían ser llamadas a sufrir por creer en Cristo. Es insensato no estar preparados, y también es insensato dejar a la siguiente generación sin preparación.
En efecto, estas verdades respecto a la persona y la obra de Cristo son dignas de creer, afirmar, sostener y de sufrir por ellas. En Cristo está la vida.
Hubo un momento en la vida terrenal de Cristo cuando todas las multitudes lo habían abandonado y quedó solo con Su círculo de discípulos. Él les preguntó si también iban a marcharse. Pedro habló por el grupo: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6:68-69). Algún tiempo después, uno de los doce tuvo sus dudas. Jesús había sido crucificado y sepultado. Había testimonio de Su resurrección, pero Tomás dudaba. Entonces Jesús se le apareció a Tomás. Este tocó las heridas de Cristo, las heridas que sufrió por nuestros pecados. Tomás confesó: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20:28).
Lo mismo creemos nosotros. Lo mismo confesamos.
Credo Apostólico (fecha desconocida)
Credo Niceno (381)
Definición de Calcedonia (451)
Institutos de la Religión Cristiana de Calvino (1559), Libro II, Capítulos 12-17; Libro III, Capítulos 1-18
Confesión Belga (1561), artículos 10, 18-26
Segunda Confesión Helvética (1566), capítulo V
Confesión de Fe de Westminster (1647), capítulos VIII, XI-XV
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